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Por Oscar aleuy , 17 de mayo de 2025 | 23:06Las fatalidades del camino: la muerte ronda en Aysén

Era invierno, año 1938 cuando Martín Tolosa Poblete fletaba carga desde el puerto a Coyhaique. Ocasionalmente subía gente en el Balseo. No había línea de buses y sólo el caballo y la carreta campeaban sobre las sendas para tropas, por lo que los viajes duraban unos dos o tres días.
Pero aquella mañana no sería igual a todas, porque le avisaron antes a Tolosa que los frenos de su camión no andaban bien. Preguntó inquisitivo, buscando respuestas favorables: Será para tanto que no lleguemos a Coyhaique. Hoy se entiende eso como tener o no tener mala cueva. Y ese día no pudieron llegar. Las soluciones fueron pasajeras e improvisadas. Y aquel error precipitaría los acontecimientos. Varios hombres opinaron lo mismo cuando descubrieron el problema: Hay que arreglar los frenos con alambres bresos pa que no se corten. Después los llevamos al taller. Y ese fue el detalle que los perdió a todos.
Primer aviso: unos alambres sueltos en los frenos.
La tarde estaba despejada, con el cielo limpio, a pesar del invierno. El frío no se soportaba en la carrocería del camión. Dando fuertes tumbos por los hoyos del camino recién asentado, el vehículo parecía resistirse a continuar. Pero a don Martín hasta ahora los frenos le iban respondiendo bien. Cuando el camión pasó raudo por la escuelita del 10, algunos estudiantes saludaron su lenta marcha rumbo a Coyhaique. Varias personas comenzaban a embarcarse a medida que transcurría el trayecto, mujeres hombres, niños, todos iban arriba en lo más alto de la carrocería, no tan cómoda, por cierto, pero el fin justificaba los medios. Había que llegar a Coyhaique a como dé lugar, y tal vez por lo mismo el viaje era bueno, hasta ahora.
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De pronto empezó a llover y los desprevenidos pasajeros, empapados de agua sólo atinaban a acercarse unos a otros para protegerse entre ellos. En la cabina, Martín Tolosa con dos pasajeras en silencio, guiaba el pesado vehículo que hasta ahora había respondido bien. Aún recordaba su llegada al poblado en 1934, junto a su mujer Ruperta Morales. A lo mejor ella estaría en casa, esperándole. Y también su hija Uberlinda. Tomó el ripio suelto de Los Torreones, endilgando por la recta del 26. Atrás quedó la terrazón del paso de las ruedas duras en contacto con la carpeta de cascajos, el sinuoso serpentear del camino en un avance parsimonioso. Iban todos en silencio, el ruido del motor no permitía diálogos ni palabras, sólo gestos, con ojos abiertos y gesticulación de manos. Se estaba bien ahí, mientras la lluvia pertinaz y desalmada continuaba cayendo allá afuera. Atrás, el grupo de pasajeros iba refugiado bajo mantas y ropajes. Los movimientos eran bruscos y pesados y una inercia nueva les obligaba a descolocar los cuerpos unos centímetros del centro. El ruido disparejo del motor y el olor a combustible pronto hacía que unos se durmieran, pero el entorno brutal de montes y riachuelos, de verdes y gigantescas bardas y precipicios se venían encima del vehículo en feroces lonjas de viento norte junto a la lluvia, como queriendo proponerle al grupo una inolvidable última tarde.
Las Pizarras del Correntoso no tenían por qué haber tenido tanta riada descolgándose, ni tampoco los helechos ni el verde quilantal florido del camino. Las distancias son perversas en la Patagonia. El alambre que habían apretado en Aysén había comenzado a aflojarse y ya venía al rojo vivo. Y en un solo segundo se desapretó. Y fue rápido. La tarde entera se vino encima y el bosque giró violento como si fuera un guante que marea. El pesado vehículo no pudo responder cuando el pie derecho de Tolosa presionó el pedal del freno y fue cuando todo comenzó a terminarse para siempre. Habían dejado atrás la Cascada de la Virgen y se acercaban al Correntoso.
La caída al vacío
La máquina, inclinada hacia el lado derecho, sin gobierno posible, y un río abierto lleno de rocas esperando allá abajo, hicieron que todo se precipitara en un solo segundo. Atrás, una mujer recibió un quilanto que la hizo quedar a salvo fuera de la carrocería. Con sus manos heridas, quedó colgada de los ramajes más altos, junto a dos carabineros. Sólo ellos y nadie más. El resto de gente fue tragado por las aguas correntosas y profundas de un río sin misericordia. Sólo una rueda aparecería flotando, lo demás se fue a fondo y hasta ahora aún no aparece. Ni los cuerpos, ni el vehículo, como si allí en aquel sitio de tan espléndida belleza se sentara a meditar el tiempo acompañando a la muerte.
Todos los que vivieron aquella época del accidente del camión de Martín Tolosa guardan la inmensa conmoción de haber perdido a tanta gente conocida, parientes y amigos. Aquella mañana ominosa de los alambres en El Balseo y el viaje indetenible de unas personas confiadas en un camión que no podía continuar, no podría ser fácilmente olvidada.
Hasta los días de hoy no se han encontrado los cuerpos.
El accidente de los carabineros en el Balseo
Un solitario monolito y las escenas desgarradoras de dolor, además de la solemne misa oficiada en el lugar por algunos sacerdotes de la época, marcan una tragedia que muchas veces continuaría repitiéndose en aquel camino. Si ustedes son observadores y, sobre todo, aventureros, pues se trata del camino viejo por donde se iba a Puerto Aysén antes, y que hoy está clausurado, aunque no definitivamente intransitable, podrán apreciar a mano derecha, a unos 500 metros del viejo puente, un visible y gran monolito en el que se leen nombres y circunstancias bastante especiales, que hoy recordamos con nostalgia.
La historia antes de morirse
El 20 de Junio de 1932 habían partido desde Baquedano, faltando cinco minutos para la una de la madrugada, un grupo de once carabineros en dirección a Puerto Aysén para abordar al día siguiente un barco que los trasladaría hasta Puerto Montt. La orden había emanado de la Tercera Zona de Carabineros y al mando del contingente iba el brigadier Acuña. Catorce horas más tarde, y luego de pernoctar en el camino, el vetusto camión de la 15º Prefectura de Aysén ya había recorrido aproximadamente 60 kilómetros, deteniéndose bastantes horas en escollos como Caracoles, El Correntoso y otros tramos de extrema dificultad. Los individuos de tropa, que así se nombraban estos integrantes de un contingente común en misión oficial, no habían comido ni dormido suficientemente, sus cuerpos se mantenían ateridos de frío, y la lluvia caía sin detenerse en pleno invierno de la Patagonia..
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De pronto, ocurrió la tragedia.
Luego de sobrepasar el recién inaugurado Puente El Balseo, sobre el río Mañihuales, allá abajo donde ahora está el nuevo Cruce El Viviana, el vehículo endilgó hacia la izquierda, tomando el angosto tramo hacia Aysén, orillando las temibles correntadas del río, ya que antes aquella era la ruta. En un momento determinado, el conductor perdió el control del vehículo, por razones que jamás se aclararon, y el pesado camión con su carga de carabineros, se precipitó a la correntada. Imaginará el lector las consecuencias de este volcamiento. Los diez carabineros cayeron al río junto al camión, el conductor y el brigadier Acuña. Las exclamaciones de pánico y dolor son indescriptibles, en medio de la lluvia que caía sin misericordia y con las temperaturas más bajas del invierno. Casi todos salvaron a nado, no sin experimentar el horror de la fuerza de la correntada y de las gélidas aguas del río. Sin embargo, los cabos segundos Manuel Quezada y Manuel Sandoval no correrían la misma suerte, ya que ambos cargaban en su cuerpo sendas carabinas Maúser con cartucheras cargadas con 50 tiros, provisión de un litro de agua y manta de castilla puesta. Un peso extra que les impidió maniobrar en medio del río. Uno de los colegas, el cabo Mamerto Góngora, pudo percatarse de los gritos de auxilio del cabo Sandoval. En un acto de heroísmo y arrojo supremo, sin siquiera despojarse de la pesada ropa, se volvió a lanzar al caudaloso río, logrando coger del cabello a Sandoval y luego del torso, pero cuando estuvieron cerca ambos cuerpos, el cabo afectado se aferró con desesperación a Góngora, en un intento inhumano por sujetarse a la vida, abrazado a su salvador en los estertores de una agonía indetenible. Fue tanta la fuerza y el descontrol que se produjo, que el rescatista tuvo que desistir del intento, a riesgo de perder él también la vida., ya que Sandoval le impedía realizar todo movimiento. Aunque el valeroso gesto de Góngora sirvió para destacar una reacción casi simbólica de salvataje, la realidad fue más fuerte, haciéndose imposible el evitar la muerte por inmersión.
Un triste final fue el que mantuvo en ciernes a este grupo de carabineros, mientras que varias semanas después recién serían rescatados los cadáveres, cerca de Puerto Dunn, en una operación de rescate que dirigía el entonces Prefecto de Aysén Rafael Délano Soruco, en compañía del mismo brigadier Acuña.
¿Ahora se da cuenta por qué existen aquellos monolitos a la orilla del camino?
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