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Por Oscar aleuy , 16 de junio de 2024 | 15:19

El Mundial de Fútbol de 1962 y el terremoto que no se olvida

El álbum Salo de las laminitas del mundial y la imagen perpetua del hacedor del mundial chileno Carlos Dittborn. (Fotos Redes sociales)
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El lunes 22 de enero de 1962 Coyhaique despertaba al embrujo de sus días quietos. No pasaban más de dos o tres vehículos por una calle, el kikirikí de gallos se hacía patente desde muchas cuadras de distancia y los turistas no se asomaban todavía, aunque pasaran por ahí cien veranos. 

Fue una sorpresa que cuatro días más tarde Ernesto Hein aterrizara en la cancha del Claro, con las luces de vehículos que acudieron al llamado de la radio gracias a una alerta del gobernador Echevarría. El vuelo trasladaba sobrevivientes de una peripecia en Lago O’Higgins. Eran las 21 horas y merced a la ayuda de unos cuarenta automovilistas que iluminaron la pista, Hein pudo aterrizar con su valioso cargamento humano. 

Lo que interesa hoy es aunar dos hechos casi simultáneos ocurridos en esa fecha. 

Chile, la sede

Por obra de un hombre aguerrido y pertinaz, Chile sería la sede del Mundial de Campeonato Mundial de Fútbol y se esperaba para aquellos días el puntapié inicial en Santiago. Los avatares de la fiesta y la algarabía llegaron también hasta los coyhaiquinos, merced a la tendencia de escuchar radios en días de tremenda incomunicación. Tanto la radio que escuchábamos como los periódicos, revistas y diarios que llegaban después de una semana a la ciudad, aplacarían de una plumada la anhelante sed de información sobre la copa del mundo en el epicentro de la capital del reino. 

La inolvidable selección chilena del Mundial del 62 (Foto redes sociales)

La experiencia futbolera se convirtió entonces en un caudal de fervor y alegría comunitaria, ya que todo el pueblo estaba unido por los transistores en muchos hogares de la mediana población. La radio ya había logrado encantar e impresionar a vecinos de Balmaceda cuando el campeón de todos los pesos Joe Louis apenas había podido con el chileno Arturo Godoy en 1940. Desde unos diez ventanucos y balcones de patios con veredas de barro y coirones se habían oído malamente las chirriantes transmisiones del box a través de la Radio El Mundo de Buenos Aires. Lo del mundial que ahora arremetía con fuerza, fue simplemente una especie de continuación de aquella dulce experiencia pueblera, que fue a todas luces un impacto asombroso para la época.

Nuestras estrategias de iniciación

Había muy mal tiempo en la ciudad y amenazaba nieve el día anterior, cuando el profesor de Historia David Chabour en su clase teórica de Gimnasia nos presentara en la sala, tiza en mano, la estrategia de la delantera chilena para terminar con las amenazas del cerrojo suizo. Don David, que aún lo tenemos entre nosotros, nos dejaba estupefactos con esas clases que eran una especie de panegírico en medio de la fiebre del fútbol en blanco y negro. A Coyhaique llegaban así las respuestas visuales de lo que nos había entregado la transmisión radial y creo que, en todas partes, las vecindades y la potente radio chirriadora, dejaba oír ese silbido gangoso y repentino que esfumaba las ondas de la fiesta mundialera.

La inauguración

La nieve comenzó a caer al día siguiente de las clases de fútbol, en el mismo momento que el presidente Alessandri provocaba el estruendo más anhelado al inaugurar la Séptima Copa del Mundo Jules Rimet, con un recuerdo esplendoroso de su creador, el dirigente Carlos Dittborn y un espectáculo masivo donde la fascinación y la barahúnda llenaron de burbujas y confeti las calles de todas nuestras ciudades. Aún recuerdo la voz anciana de Alessandri que nos amarró a la radio bajo un vaivén de pitos y confluencias. Creo recordar a nuestro profesor de fútbol declarando sin pudor que a don Jorge jamás le habría interesado ni un estadio ni los desconocidos televisores General Electric que ya se anunciaban para la venta. 

Vi de lejos a la Olga Alonso sacando una palada la nieve bajo su puerta mientras un tal Sergio Brotfeld nos hacía delirar con las agresivas jugadas de los chilenos frente al arco suizo.

Papá se había ido a Santiago con sus amigos Yunis y Tomás. Y el día antes de la inauguración, habían pasado por el Goyescas y también por el Bim Bam Bum del centro, muy cercanos al hotel donde se hospedaban. Jugaron a los dados y al dominó, preparando para el día siguiente sus entradas y abonos, guardaron los fixtures de los partidos y hasta sus billeteras con toda la documentación. Los recuerdo caminando sonrientes por la vereda de la callecita Horn en dirección a la agencia de Lan de General Parra para abordar un vuelo largo y penoso en DC3 hasta Santiago, luego de tomar un taxi hasta la cancha de Teniente Vidal.

Se entromete el terremoto

Pero no era sólo el fútbol lo que elevaba al cielo los corazones. Justo cuando Dittborn se había dado una vuelta de carnero al serle comunicada la noticia de que a Chile le habían entregado la organización del Mundial de Fútbol, una maldición amenazó a Chile y lo tuvo en vilo hasta idiotizarlo y atraparlo como un mosquito asustado.

A las 15:11 horas del domingo 22 de mayo de 1960, un ruido subterráneo y profundo irrumpió en la tranquilidad dominical de los residentes de decenas de ciudades del sur, especialmente las zonas costeras y que a esa hora disfrutaban del sol otoñal.

En pocos segundos, el breve temblor inicial se convirtió en el terremoto de mayor magnitud registrado en la historia. Con una magnitud 9,5, los científicos calculan que lo que sucedió esa tarde en términos de energía liberada fue 20 mil veces más potente que la bomba lanzada sobre Hiroshima al final de la Segunda Guerra Mundial. La tierra se encabritó como una manada de potros despavoridos y el sol no salió más en al menos veinte días de radio que, a través de los locutores, sólo abrían micrófonos para buscar a los muertos y desaparecidos a través de dolorosos mensajes con nombre y apellidos.

En Coyhaique me encontraba con mis trece años ayudando a papá a ordenar cajas y cajones recién llegados del extranjero. Se trataba de implementos deportivos para los amantes del fútbol y el tenis. Recuerdo la marca: Spalding. Y una raqueta de tenis de Pancho González con su firma impresa cerca del mango. Ambos estábamos sobre escalinatas, y cuando empezó el movimiento, nos fuimos de espaldas y caímos al suelo,  corrimos despavoridos hasta el porche de entrada y observamos atónitos como el cerco del sitio eriazo de la esquina ondulaba como una oruga y mamá chillaba en el segundo piso.

Yo pensaba entonces que todo iba muy bien con el famoso mundial de fútbol y me imaginaba la expectación y el rimo de felicidad que estaba alcanzando todo para los que estábamos empezando a recibir las primeras noticias. Sin embargo, los preparativos para esa fiesta deportiva se vieron en unos segundos interrumpidos y opacados por el terror general provocado por una convulsión telúrica de inauditas proporciones.

Cambio de planes

Lo que vino fue muy dramático, ya que los trámites para la fiesta mundialera debieron tomar nuevos rumbos. El Mundial entonces se puso en riesgo, llegando incluso a plantearse un abandono de los preparativos y una anulación de la sede internacional. Gracias a conversaciones con diversos actores políticos y a la presencia del líder Carlos Dittborn, se determinó seguir adelante bajando las condiciones de financiamiento de los municipios pobres (la mayoría). Dittborn falleció súbitamente antes del inicio de la competencia.

Nuestras grandes figuras

Edson Arantes Do Nacimento, Pelé
Eladio Rojas, autor del gol a Yugoeslavia

Lo que quiero destacar en la parte final son mis momentos de gloria, los nudos de felicidad dejados por los protagonistas, esa agrupación de estrellas que son los ídolos de los treceañeros. Escuti no pudo atajarle pelotazos a Zimaniac ni a Seller, ni a Santos ni a Garrincha, ni a Altafini ni a Sívori, ni a Ivanov ni a Metrebelli, pero nuestros delanteros perforaron las redes de los arcos a Tilkowski, Gilmar, Schroif, Bufón, Yashin, Elsener y Soskik. Era una fiesta cuando los nuestros metían goles y el estadio rugía con una multitud que jamás había logrado entreverarse con los impresionantes latidos de las victorias. Mi padre en Santiago nos mandó por encomienda dos cojines del mundial, decenas de diarios y revistas, las láminas Salo que conservo, los discos 45 de las transmisiones de los partidos por Julio Martínez y Darío Verdugo, al que acompañaba el famoso tema de los Ramblers que aún se baila y se escucha en todas partes. Estábamos y nos sentíamos importantes a la luz de esos nuevos acontecimientos.

Lo mejor, los partidos con Suiza, la del cerrojo de las clases de Chabour en el liceo. Sería difícil olvidarnos del partido con Italia, por lo turbulento y agresivo, con Alemania porque lo perdimos y con Yugoeslavia, a quien en el último minuto Eladio Rojas insertó un misil al arquero Milutin Soskik.

Las fotos en los diarios nos trajeron la sorpresa de una multitud enfervorizada. Luego llegarían los discos de moda de los aparecidos cantantes de la Nueva Ola, la renovación de nuestros programas radiales y una magia saliendo de no sé dónde que se llegó a instalar a nuestro lado con el despertar de Chile al mundo, el momento preciso en que algo nos situó muy arriba en las expectativas sociales y deportivas.

La desastrosa destrucción de ciudades y poblados por el Terremoto de 1960 en el sur de Chile (Foto Redes sociales)

Pasarían muchos días para que nos llegáramos a olvidar del terremoto y del mundial y todo volviera a la normalidad. Pero mientras ocurrieron ambos eventos que reventaron nuestras rutinas, puedo decir que la felicidad y el miedo, casi juntos, llegaron a instalarse muy cerca nuestro y a entregarnos información de que la calma y el sosegado mundo sólo existen en las novelas y en la paz de las iglesias.

Sí. Hubo un Sekulárac en nuestros corazones, un Pelé y un Garrincha en la imaginación; un Grobetty y un Potier, un Leonid Ostrowsky el monstruoso defensa ruso. Todos ellos corren todavía en nuestros sueños adolescentes, junto a los paladines nacionales que se resisten a irse, Eyzaguirre, Navarro, Sánchez, Contreras, Rojas, Toro, Landa, Ramírez, Cruz, Tobar, Soto, Fouilloux…

La fiesta podría ir terminándose de a poco en nuestros corazones. Pero también se da la posibilidad de que arda eternamente, sin apagarse jamás. Que siga resonando en nuestros corazones. Que continúe hasta la eternidad.

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